martes, octubre 24, 2023

Stalin-Beria. 1: Consolidando el poder (36): Beria se hace mayor

La URSS, y su puta madre
Casi todo está en LeninBuscando a Lenin desesperedamente
Lenin gana, pierde el mundo
Beria
El héroe de Tsaritsin
El joven chekista
El amigo de Zinoviev y de Kamenev
Secretario general
La Carta al Congreso
El líder no se aclara
El rey ha muerto
El cerebro de Lenin
Stalin 1 – Trotsky 0
Una casa en las montañas y un accidente sospechoso
Cinco horas de reproches
La victoria final sobre la izquierda
El caso Shatky, o ensayo de purga
Qué error, Nikolai Ivanotitch, qué inmenso error
El Plan Quinquenal
El Partido Industrial que nunca existió
Ni Marx, ni Engels: Stakhanov
Dominando el cotarro
Stalin y Bukharin
Ryskululy Ryskulov, ese membrillo
El primer filósofo de la URSS
La nueva historiografía
Mareados con el éxito
Hambruna
El retorno de la servidumbre
Un padre nefasto
El amigo de los alemanes
El comunismo que creía en el nacionalsocialismo
La vuelta del buen rollito comunista
300 cabrones
Stalin se vigila a sí mismo
Beria se hace mayor
Ha nacido una estrella (el antifascismo)
Camaradas, hay una conspiración
El perfecto asesinado 



El XVII congreso supuso también la consolidación definitiva de Stalin como secretario general del PCUS, y también lo fue de la estructura de sus subordinados más cercanos; estructura que habría de permanecer básicamente incólume desde entonces. Un equipo formado por Amayak Nazaretyan (Nazaretyan Hmayak Makarovitch), Boris Georguevitch Bazhanov, Grigory Iosifovitch Kanner, un tal Maryin (no he logrado encontrar ni nombre ni patronímico), Sergei Dvinsky, Iván Tovstukha (que tanto papel jugó en el asunto del cerebro de Lenin) y, por supuesto, Alexander Poskrebyshev.

De todos estos, probablemente el más indispensable para Stalin era Tovstukha. Se caracterizaba por adivinar en cada momento los deseos de su jefe y, además, tenía gran habilidad a la hora de encontrar en los escritos de otros algún que otro pecadillo de marxismo mal entendido. Además, parece que ni siquiera se tomaba vacaciones.

Bazhanov, por su parte, fue un asistente más efímero. Era un hombre de gran cultura, y aparentemente Stalin lo respetaba mucho por ello. Se le encargó, sobre todo, levantar las actas de las sesiones del Politburo. El trabajo no debía de convencerle mucho, o tal vez lo que no le convencía era el comunismo, porque el hecho es que en 1928 logró escaparse a Persia y, de ahí, pasó a Inglaterra.

Otra persona que fue asistente de Stalin algunas temporadas fue Lev Zakharovitch Mekhlis. Nacido en Odesa, había sido menchevique en su juventud. Entró en el Partido en 1918 y conoció a Stalin a fondo durante la guerra civil. Ocupó varios cargos, entre los cuales el más importante, sin duda, fue ser el todopoderoso editor del Pravda. En todo caso, su principal poder no eran sus cargos, sino la cercanía que siempre tuvo con Stalin y que lo convertía, por lo tanto, en el hombre que le susurraba al secretario general.

Ahora bien, ninguno de estos asesores alcanzó el estatus de Alexander Poskrebyshev, el secretario personal de Stalin. Hijo de un librero de Vyatka, Poskrebyshev era ya un hombre del aparato, trabajando en las profundidades del Comité Central, en 1922; desde 1928 encabezó una sección especial del, por así decirlo, gabinete del secretario general. Miembro del Comité Central y miembro adjunto del Soviet Supremo, Stalin lo ascendió a general durante la guerra. Según Galina Alexandrovna Yegorova, una de sus hijas, Alex trabajaba hasta 16 horas diarias. Llevó su perruna fidelidad a su jefe incluso más allá de la peor de las traiciones cuando Stalin no hizo nada por salvar a su mujer, que había tenido alguna relación, no muy estrecha, con Trotsky. Poco tiempo antes de morir Stalin, Beria, que siempre tuvo mucha pelusa de los poderes de Poskrebyshev, consiguió sacarlo del Kremlin. Sin embargo, se las arregló para regresar.

Poskrebyshev era el gran filtrador de la información a Stalin. En gran medida, lo que Stalin sabía de la realidad no era la realidad, sino lo que su secretario decidía contarle de dicha realidad. Pudo haber cambiado la vida de los friquis que nos interesamos por estos temas pues, según su hija, sopesó la posibilidad de llevar un diario; pero, sabia y prudentemente, decidió no escribirlo, probablemente juzgando que de esa manera su gañote estaba más seguro.

Más allá del staff estrecho, Stalin mantenía relaciones muy particulares y periódicas con Malenkov, Kaganovitch y Voroshilov, que eran sus ojos, su voz y sus manos en el día a día del Partido y del país. A ese nivel estaba también Molotov y luego, a un nivel yo creo que un escaloncito por debajo, Sergei Mironovitch Kirov, quien, si intentó, sin duda, formar parte del areópago estalinista, yo creo que nunca lo consiguió del todo; y es por eso que Stalin, finalmente, decidió que le hacía más servicio muriendo que viviendo.

Y ahora volvamos con Kirov. Esta serie está ya pidiendo pista y terminará en el justo momento en que Sergio deje de respirar. Así pues, de alguna manera, él es el protagonista de los párrafos y tomas que nos quedan.

Sergio había sido enviado a Azerbayán por consejo de Lenin, y ahí dejó muy buen recuerdo entre los comunistas locales. Cuando la oposición a Stalin ganó algo de momento, a mediados de los veinte, fue enviado a Leningrado para tapar aquella vía de agua, pues buena parte de dicha oposición venía de allí. Las familias de Stalin y Kirov eran muy amigas, y solían ir de vacaciones juntas.

Kirov, sin embargo, tenía un defecto (desde el punto de vista de Stalin) que lo colocaba en mala posición o, cuando menos, lo distinguía de los otros cuadros comunistas que rodeaban a Stalin y que estaban, os repito, un escalón por encima. Ese defecto era que tenía la manía de tener opiniones propias. Eso era un problema cuando no eran las de Stalin; pero también lo era cuando coincidían, porque al secretario general no se le escapaba el detalle de que Kirov expresaba sus ideas sin consultárselo antes.

Como hemos visto, el XVII Congreso le legó a Stalin la nada positiva noticia para él de que había 297 delegados que no lo querían a él pero sí querían a Kirov. Sin embargo, no se puso nervioso. Suya era la mano que mecía la cuna, y lo sabía. En el pleno del Comité Central que siguió al congreso, Kirov fue votado miembro del Politburo y el Orgburo, así como secretario del Comité Central, todo ello sin perder la secretaría del Partido en Leningrado. Sin embargo, aunque pueda parecer lo contrario, Stalin lo tenía más o menos donde quería.

Antes de entrar en harina con el tema de Kirov, recordemos que en 1931 habíamos dejado a Lavrentii Beria en Tibilisi tocando casi el cielo con la punta de los dedos, de primer secretario general del Partido en Georgia. Su gestión georgiana se prolongaría hasta 1936, es decir, justo hasta el inicio de las purgas. Será bueno que la repasemos ahora.

El georgiano había llegado muy alto para los 32 años que apenas tenía todavía. Pero lo que también es cierto es que el comunismo georgiano no lo quería. Tanto es así que el Partido, cuando se produjo la decisión en octubre de 1931, envió una diputación a Moscú para revertirla, sin conseguirlo. El flamante secretario general comenzó a aparecer en público a principios de 1932, en intervenciones en las que, básicamente, se dedicó a poner a parir a los líderes anteriores.

Tras conseguir el poder en Georgia, el objetivo de Beria era conseguir el poder en toda Transcaucasia, para lo que abrió diversos conflictos, con diferente suerte. La decisión que tomó, que claramente fue disparar en todas las direcciones, le acabaría provocando problemas que probablemente no supo avizorar. Abrió, por ejemplo, un conflicto con la administración transcaucásica de ferrocarril, en medio de agrias polémicas sobre lo mal dotada de infraestructuras que estaba Georgia en general y Tibilisi muy en particular. El problema es que esta polémica, aireada en la prensa, acabó por afectar a un gerente ferroviario llamado Papulia Ordzhonikidze, el hermano de Sergo, quien terminó por perder su curro. Esto le alejó de su otrora protector. Por otra parte, el líder transcaucásico, Orakhelashvili, acabó tan hasta los huevos de Beria que pidió el traslado a Moscú. En octubre de 1932, finalmente, se marchó a ocupar el puesto de vicedirector del Instituto de Marxismo-Leninismo en la capital. Beria lo sustituyó, dejando en la secretaría general georgiana a alguien de su cuerda, Piotr o Petre Agniashvili. En enero de 1934, Beria volvió a ser secretario del PC georgiano, compaginando sus dos cargos.

A pesar de las diferencias surgidas en el tema de Papulia, aparentemente Sergo Ordzhonikidze seguía considerando a Beria como un hombre suyo. Pero su relación estaba deteriorándose. Al asunto del hermano ferroviario se unió el gesto de Beria de recuperar a su amigo Bagirov, que era un tipo al que Ordzhonikidze prefería ver colgado de un poste de teléfonos. En octubre de 1932, Bagirov asumió la presidencia del Sovnarkom o gobierno azerí, al mismo tiempo que accedía al Buro del Zakraikom, es decir, del Partido en Transcaucasia. En diciembre de 1933, en una elección nada sorpresiva, fue votado secretario general del Partido en Azerbayán.

En Moscú, sin embargo, estaba Orakhelashvili, quien se comenzó a dedicar a visitar a Ordzhonikidze para contarle el tipo de mamón al que tenía por protegido. A este coro se unió también Néstor Lakoba, a quien recordaréis, quien aparentemente había estado presente en situaciones en las que Beria había motejado a Ordzhonikidze de subnormal. Las noticias de que esto estaba pasando provocaron una carta de Beria, en diciembre de 1932, que es un texto tragapenes como pocos.

O bien la carta consiguió mantener aquella amistad, o bien Sergo decidió hacer como que se mantenía. De hecho, meses después Ordzhonikidze habría de recomendar a Beria y a Bagirov para recibir la orden de Lenin.

En todo caso, como ya os he explicado, para entonces Beria tenía muy claro que había otro georgiano mucho más poderoso a quien convenía trabajarse. En 1935, Beria abrió la casa natal de Stalin en Gori, ya restaurada, y tomó bajo su cuidado a la anciana madre del secretario general.

A pesar de la ventaja relativa que le aportaron las visitas de Stalin, Beria seguía siendo básicamente un extraño en el Kremlin. Necesitado de mayores trampolines para medrar, y él mismo envidioso de no estar entre las presentes figuras de la revolución en Georgia, Beria encontró un terreno abonado para sus ambiciones tras la polémica entre Stalin y Slutsky a cuenta de la actitud de Lenin respecto de la socialdemocracia en la primera guerra mundial, y el movimiento que generó de revisionismo histórico para reinventar la importancia de Stalin en el propio proceso.

Georgia no estuvo inmune a este proceso. En marzo de 1932, la revista Zaria vostoka recuperó para la publicación una serie de artículos de Pravda en los que se atacaba al director del Instituto de Historia del Partido en Tibilisi, Tengiz Gigoevitch Zhgenti. Se lo acusaba de analizar la Historia desde un punto de vista más nacionalista que bolchevique. En realidad, tanto Orakhelashvili como el propio Beria, éste en el VIII Congreso del Partido georgiano (enero de aquel 1932) ya habían criticado al historiador, probablemente lanzando ellos mismos la iniciativa de la revista. El caso es que Zhgenti se vio privado de su puesto, y su libro retirado de las librerías.

Aquello, sin embargo, no fue suficiente. En el IX Congreso del Partido georgiano, celebrado en enero de 1934, Beria regresó sobre el tema de que seguía habiendo errores en la interpretación histórica de la revolución en la república, y responsabilizó esta vez al líder local Filipp Makharadze., que había escrito cuantiosos libros y artículos sobre los orígenes de la socialdemocracia en Georgia y que, según Beria, no recogía adecuadamente el papel de Stalin. Otros hombres del entorno Beria criticaron en ese mismo congreso al propio Orakhelashvili. Éste último no estaba presente en las sesiones, pero sí lo estaba Makharadze, quien intervino para defenderse recordándole a Beria que ni siquiera había nacido cuando él ya era un activista revolucionario; así pues, le vino a decir que, básicamente, no tenía ni puta idea de lo que hablaba.

Makaradze, sin embargo, no había sabido detectar que aquello no era una iniciativa de Beria. En realidad, la revisión historiográfica del pasado reciente en Georgia era un proceso pilotado desde Moscú. Fue en Moscú, de hecho, aunque con la colaboración de Beria, donde se organizó el acoso y derribo de Avel Safronovitch Yenukidze, miembro del Comité Central del PCUS y que había escrito unas memorias sobre el primer bolchevismo georgiano en las que apenas citaba a Stalin. Yenukidze tuvo que publicar un por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa en enero de 1935, en Pravda.

El ambiente estaba perfecto para realizar en Georgia más o menos la misma operación que se hizo en toda la URSS con el Breve curso donde se revisaba todo el pasado de la revolución en favor de Stalin. Así, se concibió la realización de un libro, Sobre la Historia de las organizaciones bolcheviques en Transcaucasia.

Beria fue el gran impulsor o, si se quiere, editor de aquel libro; aunque no lo escribió. Tras su arresto, ya muerto Stalin, Beria insinuó que el libro fue una obra colectiva, probablemente coordinada por un tal E. Bediia, entonces editor de la revista Komunisti y director del Instituto Marx-Engels de Tibilisi. Bediia fue fusilado en 1937 por órdenes directas de Beria.

La obra fue presentada por Beria en Tibilisi, en julio de 1935. Asimismo, a finales de ese mismo mes fue publicada en Pravda en una serie de largos artículos. Se imprimió como libro y, claro, fue un éxito. Alcanzó ocho ediciones, y fue traducido a varios idiomas.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario